Apenas
aterrizó tuve ganas de llorar. ¿Era por tener que enfrentarme nuevamente a la
vida que no quiero, o a la vida que si o si debo cambiar para no morir triste y
frustrada? Minutos después del despegue me había tomado unos minutos para
admirar el paisaje antes de dormir un poco luego del somnífero de la lectura.
Tanta inmensidad de colores amigables, poco gris, era todo azul cielo, azul
lagos, marrón piedras, el verde de los árboles y todo formaba una composición
armónica a mi parecer. Naturalmente armónica. Todo fue achicándose rápidamente,
y yo me despedí, en mi mente, sin saber cuándo voy a volver.
Todos los
viajes son diferentes, y los realizo por motivos diferentes, y con necesidades
diferentes cada vez. Siempre hay algo en la sensación de pérdida que a uno lo
moviliza en querer buscar un nuevo camino, o simplemente para hacer una
limpieza de lo que no nos sirve. Y dejarlo por ahí, en algún sendero de alguna
de las montañas que recorrí. En algún atardecer lejos de todo, en alguna
persona nueva que conocí que me brindó algo nuevo, en alguna charla que llega a
profundidades que hacen que uno se enriquezca, que suba con más consciencia de
sí mismo, y de la gente que lo rodea. Que te cuente su historia, con las cosas
buenas y malas. Tengo muchos recuerdos fuertes de charlas con personas conocidas
y desconocidas donde lloramos juntos, porque algo nos unía. El dolor. El amor.
La alegría. Nos tomamos de la mano con las palabras, nos alentamos, nos
abrazamos, nos miramos, nos sonreímos. Todo eso puede pasar solamente con una
charla, sin querer, te lleva. Eso es lo más lindo. Inevitablemente, sin querer.
Pasó.
Me quedé
con ganas de seguir recorriendo, tenía ganas de sacar un pasaje hasta Ushuaia a
ver qué pasaba, con que me encontraba. Dejo de darme miedo. Los que estamos
solos compartimos algo que otros quizás no lo tengan. El desapego, el
desinterés. El hecho de simplemente hablar porque estás ahí al lado mío y que
va, tenemos tiempo de sobra. No estamos apurados, y si llegamos vamos juntos y
después se verá. Uno aprende que en el camino se encuentra con muchas
intersecciones, una red enorme de encuentros casuales que se cruzan por aquí y
por allá. Lleva tiempo llegar a ese estado de desapego. Quizás no sea esa la
palabra, porque la leo y suena como algo negativo, algo que no suma. Puedo
decir libremente desapegados tal vez, eso suena un poco mejor. Pienso en
alguien que me arranca una sonrisa, porque lo entiendo y porque al mismo tiempo
no. Porque me identifica y me resalta, pero de ahí en adelante debo hacerlo por
mi cuenta. Creo que todos tenemos a alguien así, que nos envuelve en una soga y
después desaparece tirando con todo de esa soga y uno queda solo ahí haciendo
un rombo. Como cuando éramos chiquitos, y todo giraba y nos reíamos a
carcajadas. Bueno, así se va a sentir toda la vida. Pero todos sabemos lo que
le paso a Bonnie y a Clyde.
Me dormí
como pude en el viaje, cabeceando hacia atrás, hacia adelante. A mi lado una
pareja charlando lo de siempre: cuando lleguemos comemos una pizza, no, comemos
fideos, estoy cansada, no cocino, que lindo ese lugar, tenemos que ir, beso va
beso viene, estruendosos sopaposos interminables, tomados de las manos, uno
arriba del otro prácticamente. Hay miles de parejas, pero las insoportables
siempre parece que están cerca de mí. Habrán tenido unas vacaciones
maravillosas y volvieron renovados hasta que la rutina los mate de nuevo. O no.
Qué me importa. Solo quiero dejar de escuchar ese ruido que no para y no para.
Chuik. Chuik. Chuik. Uno tras otro. Podrían dormirse. Como yo. Porque sería
raro si empezara a besarme a mí misma. Haciendo esos ruidos estruendosos.
Levanto la mano, chuik chhhhuik, el brazo, chhhuik chuik chuik, así cortito y
molesto y laaaaaaaargo como una sopapa. ¿Me mirarían raro? ¿Les resultaría
molesto, o incómodo? De seguro parecería una loca, pero ¿por qué? La gente se
mima comprándose cosas, cocinando, ¿por qué no auto besarse? En fin, todo por
hacer un poco de ruido, de competencia. Yo me tengo a mi misma, che. En el
viaje de ida también me había tocado una pareja, en iguales condiciones. El
chico no paraba de moverse. Denso. O sea, podría haberme tocado dos hombres, o
dos mujeres, o una mujer con un nene, o dos ancianos, o dos personas
desconocidas entre sí. ¿Se entiende? Con todas las posibilidades me cruzo dos
veces con lo mismo.
Llegando a
buenos aires ya no puedo volver a dormir, y solo mirando por la ventana a esa
altura puedo darme cuenta de la polución que nos rodea todos los días de la
cual nosotros ni nos percatamos. No son nubes, no es niebla. Es muerte. Muerte
que vive entre nosotros, que se entra por nuestras fosas nasales todo el tiempo,
por nuestros poros, por nuestra piel, nuestros pulmones. Ver eso desde arriba
me arrugó el corazón, entendiendo que no hay escapatoria. Estaba aterrizando en
MORDOR. No era la cuestión volver. Era volver a ESO. Después de disfrutar la
naturaleza, el olor de los pinos, el viento en la cara, la tierra en el pelo,
el sudor entre mi espalda y la mochila. Escuchar los pájaros, contemplar la
vista y no tener un puto vecino frente a mis ojos, ningún edificio que me corte
el paisaje, que me lo ampute horriblemente, volver a sufrir la realidad
nuevamente.
Ayer
domingo, jugaba Boca. Todos van a la cancha. Nadie me va a venir a buscar. Ok.
Vamos a salir del sector de equipaje con la frente alta y cuando se abra la
puerta y aparezcan todos esos rostros ansiosos buscando a alguien que no soy yo
seguiré de largo como si nada. Es algo estúpido sentirse así, pero es una
realidad estúpida del mundo estúpido en el que vivimos. Lo acepto y me cuesta
menos atravesar el tumulto de gente expectante. Salgo al calor abrasante de la
capital federal, siento la humedad atravesarme por todos lados, siento que me
hincho lentamente, como las puertas. Buenos Aires es así. Los taxis me dan
miedo. Pagar los casi doscientos pesos que sale el viaje desde Aeroparque hasta
mi casa no es el tema. Bueno, un poco sí. Poquito. Tomo el Air Bus, que me deja
en Corrientes, en el obelisco. En la plaza hay unos manifestantes con un
proyector reclamando por las gallinas. Por el video muestran la hermosa cadena
de producción avícola. Horrible. No quería verlo. ¿De qué me serviría saber? Aún
así sentí que debía verlo, y lo miré. Y no podía creerlo. Era como estar en el
tren fantasma. Me encanta el pollo al horno con papas, pero hoy en día comer
pollo es lo mismo que comer nada, porque no tiene sabor, porque no es natural.
NATURAL. ¿A nadie le importa que lo que elige todos los días en el supermercado
es lo mismo que nada? ¿Que nos alimentamos de mentiras? ¿Que en realidad es
todo una fachada? ¿Que a largo plazo van a tener problemas de salud de todo
tipo? ¿Que comer comida procesada es lo peor que se puede comer? ¿Que hay que
hacerle la guerra a esa gente que se caga en los pelotudos como nosotros? ¿Que
no hay mucha diferencia entre lo que vi en ese video y la vida diaria de los
seres humanos en general? ¿Nos da paja vivir dignamente? Qué se yo. Tantas
preguntas sin respuestas, serían todos insultos. El cerebro es muy engañoso
cuando se complota con el estómago y tenes plata en la billetera. Salir de ese
círculo parece imposible. También me parecía imposible empezar a separar los
residuos en casa, y sin embargo fue sólo cuestión de empezar. Pero es sólo la
punta del iceberg. Y cuando uno ve la cantidad de gente que hay en una ciudad,
desde el aire, desde un avión, pensar en intentar cambiar algo de todo eso
parece sólo un sueño. Miles de millones de accionares en distintas direcciones.
Y el sueño es que todos tiremos para el mismo lado.
Me quedo
esperando en 9 de Julio, a la altura del teatro Colón, un taxi. Paro uno de
esos tipo Kangoo, y por suerte el conductor no tiene aspecto de asesino ni
violador serial. Es sólo un viejito. Por eso sonrío felizmente, porque sé que
voy a llegar a mi casa. Viva. Intento entrar con la mochila puesta, siendo una
Kangoo supuse que podría arrojarme dentro del auto así sin más, pero me trabo.
Sigo sonriendo como una idiota, ahora intentando entrar de costado, pero
tampoco paso. El viejito me sigue mirando, algo se ríe pero no mucho. Termino
por sacarme la bendita mochila y la tiro como puedo adentro del taxi y me subo.
Estas situaciones en otro momento me hubiesen ofuscado, pero con los años aprendí
que el resto del universo es igual de pelotudo que yo, de torpe de ansioso y
acelerado y está bien trabarme con la puerta y me río de eso porque es lo mejor
que puedo hacer. Está bien no acordarme los nombres de las calles, pisar una
baldosa floja cuando llueve, no hacer cuentas mentales a la velocidad de la
luz, bajarme mal en el subte tres veces seguidas, no tener todas las putas
respuestas. No saber cómo jugar este juego, y perder. En el mundo real siempre
pierdo. En mi mundo me chupa un huevo. Le indico cómo llegar y sin mucho más
preámbulo arranca. Claramente es de los viejitos que no suelen hablar. Se
escucha un partido de fútbol de fondo pero no sé quién está jugando. Le
pregunto si ya terminó Boca y cómo salió. Si terminó y boca perdió. Eso les
pasa por no venir a buscarme. Por dejarme abandonada a mi buena suerte.
Llegando a mi querido Barracas, veo que lo peor todavía no pasó y que la
avenida está atestada de autos por doquier, todos con cara larga. En realidad
cuando ganan no hay mucha diferencia. En la esquina de mi casa el tráfico se
para y decido bajarme. Estoy ansiosa por llegar. El viejito no le hace mucha
gracia, prácticamente ninguna, pero no es mi problema, por suerte, y me
desentiendo totalmente de él. En otro momento de mi vida era más pelotuda y por
ahí esperaba a que me deje en la puerta solo para que no se moleste. Finalmente
entendí que no le estoy haciendo un favor al viejito, porque le voy a pagar, y
la prestación del servicio se acaba cuando yo lo digo. Le pago y me bajo. El
calor me está matando. Pasé estar con buzo y campera a querer ponerme en bolas
ahí o por lo menos sacarme las zapatillas que me están matando. Llego a casa,
tiro todo como puedo. El gato maúlla feliz de verme llegar, se tira panza
arriba gritando desaforado. No puedo evitar sentirme culpable. Ni siquiera
tiene un juguete para entretenerse. Pero nunca le dio mucha bola a lo que le
compré. Solamente podría funcionar armar algo para que se trepe y se cuelgue y
pendule y esas cosas. Un presupuesto. Y todavía no arreglé el calefón. Y
todavía no arreglé la luz del living. Y todavía no nada. Me falta mucho para
llegar a ese punto. Abro la mochila y empiezo a sacar todo como si fuera un
baúl con mercadería de oferta. Me encanta el quilombo. Tiro todo por el aire sin pensar dónde cómo,
si separo esto, lo otro, donde lo pongo. Eso viene después. Primero el
quilombo, el descargo, la ira, el dejarse ser. Y recién después de eso viene lo
mejor, que es poner todo en orden en algún momento. Y ahí se renueva y se airea
todo un poco. Es como calibrar la brújula una y otra vez para no irse a la
mierda del todo. Así funciona la cosa. Saco todo, todo. Me saco toda la ropa
que tengo puesta. Los dedos de mis pies respiran. Esto lo lavo, esto no. Voy y
vengo, voy y vengo, saco junto guardo. Transpiro. El gato me sigue de una punta
a la otra. Enciendo el lavarropas. Abro la heladera. Guardo los chocolates. Me
paro desnuda frente al espejo del baño. Y me miro. Miro mi cuerpo, a ver qué
dice. Puede decir tantas cosas. Pero no dice nada. Está como apagado, como
escondido, como la nada misma. Tantos excesos rindieron sus frutos. Voy a tener
que esperarme para recuperar la armonía. Más allá de mi grosor, mi piel tiene
10 tonos diferentes diseminados por todas partes. Mi pecho tiene manchitas,
puntitos. Mi cara está cansada, tiene sueño, mis ojeras siguen ahí, fijas las
muy malditas. Me siento lo menos sexy del mundo. No hay ningún misterio. No
tengo ganas de besarme en estos momentos. Nada de chuik chuik. Abro la ducha, sale el chorro de agua fría.
Un placer, pero si no paro de moverme la temperatura corporal no me va a bajar.
Nunca pude quedarme quieta. Así somos los de Aries, con ascendente en Tauro y
luna en Cáncer. El resto no sé. Me pongo el vestido que uso siempre, unas
sandalias altas, agarro el celular y salgo para la pizzería donde me espera mi
papá. Ya escandalizado porque tardo tanto. No hago comentarios. Me siento y
decido comenzar la dieta ahí mismo. Ensalada y fruta por un mes mínimo. Nada de
harinas, nada de cerveza. Sobretodo cerveza. Me preocupa no cumplir. La
ensalada de pollo (¡¡¡de pollo!!! ¡¡¡No aprendí nada!!!) que pedí llevaba
panceta. Pero la pedí igual. No la tenían. Visiblemente desilusionada, cambio
el menú por una ensalada de tomate, zanahoria, huevo y cebolla. No está mal
para empezar. Igual me comí dos cuadraditos de pizza. Mañana arranco en serio a
ingerir alimento en forma selectiva. Hablo un poco sobre el viaje, sobre la
montaña, sobre cómo me hubiese gustado verlo a mi papá tirado en el piso del
refugio con gente que no conoce al lado roncándole en el oído. No creo que lo
vuelva a ver en una travesía como esas. Ya no. Me entristece un poco entender
que ya hay cosas que no puedo hacer con él. Siento que siempre eso de alguna
manera nos unió, disfrutar de los placeres de las travesías. De la aventura.
Ahora todo es hotel 5 estrellas y autos y comodidad y nada más. Es el tiempo
que no se detiene. Quizás alguna vez volvamos a hacer algo similar. Ahora me
enojo porque se confunde como siempre que me habla y me llama por un nombre que
no es el mío y me da ganas de tirar todo por el aire, romper los vasos contra
el piso y gritar mi nombre y-la-puta-madre-que-lo-parió-a-ver-si-te-queda-claro-como-me-llamo.
Otra vez Aires, si, es inevitable. Si no
exploto yo no vivo. Vivir y no explotar es como estar muerto. Dame una excusa,
una solita. Pero una buena. No tiene que ser una explosión violenta, pero si intensa. Bueno. Alguien
más que habla y no me escucha, que mira pero no me ve. Es lo mismo hablar
conmigo que hablar con el diariero. Con el taxista. Con cualquiera. Sé que es
solo una apreciación mía, una necesidad mía en realidad. Pero esa es la imagen
que doy tal vez. Alguien que no dice nada. Soy la nena que todavía sigue
paveando. Paveando porque no me gane un premio nobel, paveando porque no soy
nadie más que quien soy. Y eso a la gente nunca le alcanza porque siempre
espera algo que en realidad es un espejo de lo que esperan de ellos mismos. Y yo
no tengo nada que ver con eso, no es mi problema. A la gente no le gustan las
respuestas simples, siempre buscan algo más, insatisfechos de la realidad
aburrida. Los años dan visión, seguridad y aceptación. Pero como nada es
gratis, a cambio te quitan tiempo. Para mi padre sigo siendo esa que sigue
paveando, esa que ya le está llegando la fecha de vencimiento para darle un
nieto. Yo quisiera cuatro, así todo es un quilombo. Ya dije que me encanta el
quilombo. Pero debería haber arrancado a los 25 para eso. La vida pasa. Ahora
no tengo ganas. Puedo tener quilombo con cuatro sobrinos también. Ya calibré la
brújula para otro lado. Termino la ensalada y opto por irme a casa a buscar a
Paris. Ya no tengo nada que hacer acá. Llego a la puerta y ya la veo
rasqueteando el vidrio desesperada. Pobrecita. La abro y salen los dos recibiéndome
contentos. Sonny siempre manteniendo esa postura tan imponente, es un rotweiler
perfecto. Y Paris bueno, es paris, y solo paris. Al lado de Sonny parece una
perrita de juguete. Decido sacarlos a los dos, como para pagar un poco la deuda
que tengo por haberla dejado al cuidado de la familia. Uno que pasa en bici me
grita hermosa, y yo sonrío. Me siento tan poco atractiva que no puedo más que
bien recibir ese piropo, aunque sea de noche y esté todo oscuro y el flaco la
tiró por deporte. Llevar a dos perros de diferentes alturas y diferentes
velocidades y necesidades es complicado. Sólo un paseo de una cuadra como para
que no les explote la vejiga, el resto del recorrido lo completará mi hermano,
estimo. Paris no hace casi nada, como para variar. Se la paso meando en la
cocina de la casa mientras no estuve, menos mal que al ser familia tienen que
aguantar lo que venga. Incluida mi mascota y sus metidas de pata. Finalmente
llego a mi casa a la una menos cuarto de la mañana. Termino de ordenar y
guardar todo lo que había quedado diseminado por el living en sus lugares
correspondientes. Guardo la carpa, el aislante, y dejo la mochila con la bolsa
de dormir dentro para terminar mañana. Hay bolas de pelos por todos lados.
Polvo. La cocina está sucia. El zapallo de la heladera podrido. Es como volver
al punto de partida nuevamente, poniendo todo el orden, teniendo que limpiar.
Iba a poner que nadie me espera pero eso no es verdad. El gato me espero con
ansias. La perra también. Somos una pequeña familia pero ellos dependen de mí y
no al revés. Y yo dependo de mi misma, para estar fuerte, para estar sana, para
cuidarme, para ocuparme. Hoy me encuentro acá, me digo. Punto. Vuelvo a la
ducha, pero esta vez me lavo el pelo y me paso la esponja, el baño anterior
había sido medio exprés para sacarme el calor del viaje. Ahora si me bajo la
temperatura. Pienso en que voy a almorzar mañana en la oficina, masomenos
organizo mentalmente los pasos a seguir cuando me levante. Un tema menos. Ahora
sí, este es el momento que estaba esperando: mi cama y yo. Yo y mi cama.
Después de dormir en el piso, con frío, y en colchones que parecían llenos de
aire en los cuales me hundía cual submarino en el agua. Mi espalda pedía a
gritos mi colchón. Qué momento de placer. Una ducha, Una cama. Estar fuera de
las comodidades que todos damos por sentado todos los días te hace darte cuenta
de cuánto vale aquello que pareciera en el día a día no tener valor. Quisiera
abrazarla pero no me dan el largo de los brazos. Gracias. Gracias a mí por
comprar el colchón. Por lavar las sábanas. Por comprar las almohadas. Por
pensar en mí. Por el silencio del cuarto oscuro interrumpido por la leve luz
del pasillo. Es mi hogar. Por ahora.